Tener a un estudiante con discapacidad en el aula... ¿es inclusión?

Ideas planteadas desde la necesidad de movilizar algunas formas de pensar.

La diversidad es una condición de las sociedades,
lo que implica que no puede ser atendida sino vivida.
(Bello, 2019)

Hoy en día las instituciones educativas buscan adaptar el currículo, modificar los recursos, mejorar la infraestructura y hacer algún otro cambio en el aula en la que está el “niño incluido”, convencidas de que, con esta dinámica, se ajustan a todo lo que implica la educación inclusiva. Además, por una exigencia de la ley, hay que aceptar a los estudiantes con discapacidad en las escuelas regulares, lo cual implica un gran problema, por toda la responsabilidad y el trabajo adicional que esta situación genera.

Estas son algunas de las ideas más comunes en el contexto social y educativo en el que estamos inmersos: relacionar la discapacidad con la inclusión es lo habitual, desarrollar actividades en el aula a partir del diagnóstico que especifica la presencia de una necesidad educativa especial es lo ideal; sin embargo, el trato diferenciado, la consideración de la deficiencia en el estudiante, las modificaciones curriculares y el apoyo psicológico extra no generan las transformaciones que anhelamos en el aula. Por lo tanto, es importante revisar si los procesos establecidos como inclusivos están respondiendo a una realidad educativa que requiere considerar las particularidades de todos los estudiantes.

Anclarnos a recetas prescriptivas, apegadas a una serie de modelos diseñados para atender a quienes entran en la clasificación de persona con retraso en el lenguaje, con autismo, con déficit de atención, con discapacidad intelectual moderada, entre otras condiciones, muy difícilmente aporta a la conformación de comunidades que acojan y valoren las diferencias presentes en todas las personas. Es común reducir la inclusión a la integración de grupos vulnerables y marginados a los sistemas educativos, logrando que los normales se empiecen a sentir cercanos a aquellos que no lo son, con argumentos debatibles y débiles desde su fundamentación que insiste en la coexistencia y la tolerancia, más que en la convivencia y el diálogo (Bello, 2019).

Un modelo biológico que prioriza la carencia o lo que no está presente en el sujeto ha normalizado nuevas formas de exclusión y segregación, antes relacionadas con el hecho de dejar a un niño o a una niña fuera de la escuela, hoy con quienes, estando dentro de las instituciones, por los procesos que se centran en categorizar, clasificar o diferenciar, se ven negados de la posibilidad de aprender como lo hace el resto de los estudiantes; no hay espacio para quien es diferente por su forma de pensar, de sentir, de amar, de relacionarse con los otros, de moverse, de comunicarse, de percibir el mundo; traemos a cuestas prejuicios hacia quien presenta una discapacidad, una orientación sexual o cultural diferente. Las reducciones conceptuales profundizan las relaciones jerarquizadas y mantienen situaciones asimétricas y de desigualdad, sin considerar que la educación inclusiva no hace referencia a personas especiales que requieren de buenas intenciones o parches curriculares por sus diferencias personales, sociales o culturales.

Por lo tanto, lo primero que tiene que cambiar es la idea que cada uno de nosotros tenemos de inclusión: estamos frente a un proceso que no termina y que se renueva a través de la búsqueda de caminos que permitan convivir en ambientes de igualdad y de respeto, teniendo en cuenta que las diferencias son parte de nuestra condición humana. Mientras la reinvención del otro se relacione con la fuente del mal o con el origen del problema, los cambios de nombres (deficientes, con necesidades educativas especiales, diversos, capacidades diferentes, discapacitados, etc.) no inaugurarán nuevas miradas o ideas en relación a quién es el otro y cómo debe ser el tipo de relaciones que se construyen en torno a la alteridad (Skliar, 2008). Las diferencias no hacen a las personas mejores o peores, superiores o inferiores, buenas o malas, normales o anormales; estas están entre los sujetos, no en su interior o en su naturaleza. Ese es el cambio paradigmático que aún no se ha hecho y que está pendiente (Skliar, 2013).

Necesitamos que se generen espacios en los cuales podamos reflexionar sobre la mirada que tenemos de la inclusión, sobre los conceptos que se han generado en torno a este enfoque, sobre las relaciones que se derivan en un lugar caracterizado por el encuentro; es importante sumarnos a un proceso de construcción colectiva en el que el respeto por las diferencias nos permita pensar en otro tipo de prácticas educativas y sociales.

Autora:  Liliana Arciniegas Sigüenza
Docente – Investigadora UDA

Licenciada en Ciencias de la Educación, Educación Especial y Preescolar, Licenciada en Psicología. Máster de Intervención en las Dificultades de Aprendizaje, Especialista en docencia universitaria, Diploma en Cooperación al Desarrollo. Email: mlarciniegass@gmail.com

Referencias

  • Bello, J. (2019). Educación e inclusión entre las políticas compensatorias.
  • Bello, J., y Gullén, G. (Coords). Educación Inclusiva un debate necesario. Azogues, Ecuador: Dirección Editorial UNAE.
  • Skliar, C (2008). Conmover la educación. Ensayos para una pedagogía de la diferencia. Buenos Aires: Noveduc.
  • Skliar, C. (2013). El lugar del otro en los discursos sobre la inclusión y la diversidad. Buenos aires: EUA.

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